Teatro al dente: ¿perdidos en la refriega de las artes? Julio Castro Jiménez

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Quería ver un teatro que no me llegase mascado desde el otro lado. Quería un teatro que no me expulsase del lugar porque el proceso creador lo hiciera tan duro que sólo fuera dirigido a l@s propi@s artistas. Quería un “teatro al dente”, como el que encuentro muchas veces, pero que no siempre se propicia. Quería que creador@s y profesionales de las Artes Escénicas pudieran tener libertad de hacer, proponer y recibir lo que merecen, pero este país no parece tener muchos lugares para el arte, porque, con el alma llena de huecos, hemos facilitado que se nos taladre el lugar donde debiera colgarse esa necesidad, y se ocupase con opacas contraventanas para no ver lo que nos falta.

Son al menos dos millones de años los que nos separan de la aparición del lenguaje en homínidos y, seguramente, llevara consigo la tradición oral, ya que el hecho de la comunicación implica dar respuesta a un conjunto de necesidades entre individuos o colectividades. Si es así (cuestión, como es lógico, imposible de saber o de fechar), la traslación de estos inicios, junto a hechos como la aparición de la caza a escalas mayores, nos lleva a los 600.000 años.

Seguramente es el período mínimo que nos separa de las danzas de los primeros homínidos y de la utilidad, tanto narrativa como transmisiva, de unas culturas colectivas que transmiten mediante estas herramientas, entre coetáneos y hacia descendientes, un conjunto de conocimientos que, más tarde, serían adornados con la palabra.

¿Cuál teatro? ¿Hay teatro?

El teatro entendido como género dramático, nos aproxima más a nuestros días, y si nos referimos al teatro griego, hace más de 2.500 años. Aquí, precisamente, ya podemos hablar de Artes Escénicas, puesto que los primeros teatros, concebidos como escenarios, responden al efecto de estas necesidades.

Hecho este burdo recorrido por unos orígenes tan ambiguos como como probables, es posible observar los grandes períodos de los que se trata, y comprender que el establecimiento de una definición limitada como concepto fijo no debería ser criterio general aplicable como guía ¿o tal vez sí?

Preguntémonos ¿es cuestionable la ubicación de las tan clasificadas disciplinas culturales? es decir, ¿atendiendo a una sociedad cambiante, procede evolucionar en los límites de los contenedores creados para definirlas? ¿podemos romper los límites?

Lehmann y los teatros

Ya pasan casi dos décadas desde que Hans-Thies Lehmann planteara en su publicación Postdramatisches Theater (1999) la idea de un concepto diferente que venía a recabar la realidad de unas Artes Escénicas diferentes, o, mejor dicho, de un modelo que no se ajustaba a patrones de un teatro convencional clásico. A través de sus trabajos aportaba la visión de autores y autoras, pero también de creadores y creadoras que no apostaban por la estructura de una dramaturgia al uso, y que ya desde el siglo XIX a partir de la llamada crisis del drama, autores como Beckett, Brecht, Pirandello, Ibsen, y otr@s, proponen ideas diferentes dentro de ese concepto del drama.

Sin embargo, Lehmann va más allá, y apunta a la idea de creaciones que parten de la propia escena. La idea de Lehman no está descubriendo nada, tan sólo constata y agrupa realidades que descubre en el panorama de estudio, y señala autores que, dentro de esa concordancia, proponen otro tipo de teatro, otro tipo de escena.

El amplio trabajo de Lehmann en su texto da lugar también a un enorme espacio de posibilidades, todas ellas con fundamentos que, sin embargo, hacen difícil clasificar las nuevas tendencias escénicas, precisamente, porque la propuesta ahonda (directa o indirectamente) en la innecesaria clasificación genérica, más acorde aquella a un etiquetado social que a una realidad específica de la creación artística.

 Las clasificaciones y el conflicto

El conflicto nos alcanza tanto al inicio como inmediatamente después de las notables apreciaciones del autor. Las previas son comprensibles desde el punto de vista de quienes generan y se desarrollan en unas Artes Escénicas que son auspiciadas por el marco más tradicional (digamos teatro o danza), y que encuentran un abismo en su horizonte cercano. Abismo que no es tal, ya que las premisas para el estudio de Lehman se sitúan en precedentes que se remontan a más de medios siglo atrás (por no decir que al XIX), y simplemente se encarga de aglutinar autores, propuestas o creaciones que no podían tener encaje en el marco preexistente, pero que estaban ahí.

Siendo así, la traslación situacional nos coloca sobre un abismo de indefinición, sobre el que una enorme isla comprende lo más “convencional” que se encuadraría en dramático, y el resto que, aun siendo mucho más reducido en su producción, no busca cimientos ni soporte sólido al que aferrarse para navegar conjuntamente: simplemente, se encuentra con otros navegantes de su espacio artístico.

¿Es una realidad plausible, tal y como parece, la separación en dos entidades tan distintas? Esta es una cuestión que merece ser estudiada en profundidad, analizando ambos tejidos artísticos, sin muchas premisas que puedan distorsionar la percepción. Pero sin entrar en esas aguas que requieren tiempo y dedicación, sí que parece notoria una cuestión que ya debería haber saltado a la vista desde el propio marco teórico: la clasificación en dos mundos diferentes supone ya la división en dos espacios estancos, que pasa por encima de la idea de formatos de creación sin fronteras.

A partir de ahí hay otras realidades que dificultan la definición y distinción que se intenta abordar. Por ejemplo: ¿lo posdramático pretende alzarse como estandarte final de la evolución de las Artes Escénicas? o, también ¿quiere lo dramático cerrarse con estándares y definiciones que le impidan evolucionar e, incluso, situarse en su época presente?

Dice Carlo Sarrió en El mapa no es territorio “El teatro, el arte, es sólo una forma de vivir. Han sido el mercado del arte y la h historia del mercado del arte los que han impuesto las reglas, el concepto de originalidad, de producto, definiciones… definiciones… definiciones… muertos vivientes encima de un escenario, sucesión de acontecimientos previsibles, sin incertidumbre, sin ese pequeño temblor de lo incierto, y dale con el muro, la incomprensión, como si en esto se tratara de entender, no hay nada que entender, se trata de poder vivir, de poder mirar a los ojos de la muerte […]”, un texto que da mucho que pensar en varios sentidos de lo que trato de abordar.

 

El lenguaje estándar etiqueta ¿y el teatral?

Ya en la definición de los Períodos Históricos se arrastra un problema (derivado, entre otras cosas, de la visión etnocentrista occidental), cuando se define nuestra época como Edad Contemporánea. Un término tan desafortunado que viene a redondear el error de asumir que la definición de Cristobal Celarius en el siglo XVIII podría ir más allá de asumir su propia situación temporal respecto del pasado. Así que, tras la Edad Moderna se aportó el término “contemporáneo”, sin pensar en el devenir de tiempos futuros que, en ningún caso, serían iguales a los de ese momento.

Sirva el anterior como ejemplo para las clasificaciones temporales o colectivas que puedan acotar y poner puertas en un campo que, por otro lado, parece que no tendrá límites de crecimiento. Eso sin tener en cuenta, además, que a veces las partes son mucho más diversas que el conjunto, o que las limitaciones propias impiden una visión de conjunto y de futuro.

Ahora, ante lo que yo creo una ficticia confrontación entre el teatro dramático y el posdramático, únicamente veo diversidad, allí donde otros ven competición o, incluso, ideas erróneas.

Incluso si nos ocupamos de mirar desde dos puntos de vista, acabaremos observando que no hay opuestos, sino que la sinergia entre ambos conceptos, resulta en un compendio beneficioso que mueve a la sociedad. Es preciso ser conscientes de que una sociedad cada vez más embrutecida e inculta, desconocedora de formas y bases que sustenten su necesidad de expresarse, comprender, percibir o transmitir necesidades humanas, apenas acude a la idea de la escena como respuesta a ese bloqueo individual y colectivo. En esta situación, no queda más opción que aproximarse desde ese entorno al ser humano, a su sociedad, de la que inevitablemente formamos parte y conocemos.

La evolución continua

Tomar un manual de historia y comenzar a absorber secuencialmente sucesos ya analizados y estudiados por los autores ofrece una visión del pasado nada real. Esa es una cuestión que apenas nadie se plantea nunca, porque, consecuencia del modelo de enseñanza/aprendizaje desde la infancia, se establecen parámetros de medida y diferenciación que no son continuos, sino discretos, que no son simultáneos, sino secuenciales, que no son difusos, sino claros.

Esclavos de ese sistema de análisis y absorción del conocimiento tan limitante, pero a la vez tan simplificador para la comprensión, asumimos también los contenidos de cualquier cosa que se nos transmita por ese procedimiento, siempre que cumpla con las expectativas de nuestro modelo implantado, es decir, que sea plausible en términos de nuestros anteriores conocimientos o experiencias, y que no distorsione mucho nuestra realidad (salvo, claro está, que sea esa inquietud lo que se busque en el propio estudio).

Pero, más allá de la evidente disposición a la manipulación en el sistema de enseñanza/aprendizaje, me fijo en un aspecto colateral relativo a la manera de percibir la temporalización de los hechos. La tendencia generalizada de los sucesos supone una percepción de hechos aislados y secuenciales: inicio, desarrollo, final. Esta idea ha supuesto a lo largo de la historia que determinadas valoraciones de la realidad fueran tomadas como imposibles o erróneas, hasta tal punto que incluso hoy día, la evolución de las especies no es habitualmente comprendida como un proceso que no corresponde a procesos aislados, sino a largos procesos coetáneos que permiten que se vayan fijando situaciones, mientras que una especie evoluciona, permitiendo infinidad de estadios intermedios que no se fijan en el resultado final del proceso, por lo que es más difícil que quede constancia de ellos.

Así es también la evolución social, que es el punto al que trataba de llegar, ya que rara vez hay un momento de ruptura total entre innovación y pasado: la revolución no nace una mañana en la gente que asalta la Bastilla. Cualquiera puede comprender el hilo de esta idea, pero su aplicación se ve entorpecida, como decía, por la cuestión del proceso habitual de razonamiento desde el primer aprendizaje ordenado. De otra forma, comprenderíamos fácilmente que los cambios en las Artes Escénicas no son capricho de un grupo de creador@s que se sientan a escudriñar la manera de hacer algo diferente que distorsione la línea histórica de las Artes. Asumido que la creatividad es un proceso que surge fundamentalmente de la necesidad, y no del acto propositivo/volitivo, cualquier nueva idea o modelo, sólo tendrá significación cuando se continúe o se asiente en el tiempo, mientras que va cambiando y desarrollándose, a la vez que influye en su entorno, en modelos anteriores o en modelos diferentes.

Visto así, parece quedar sentado que no hay un día para el nacimiento de un estilo o movimiento artístico, como tampoco lo hay para la desaparición de otros formatos obsoletos, al igual que para que se produzca el proceso de especiación o la generación e implantación de una nueva, tampoco es exigible la desaparición de una especie: algo tan conocido desde el siglo XIX, como que Darwin lo recoge en el ejemplo de las 14 especies o subespecies de pinzón, que encontró en las Islas Galápagos, evolucionadas y adaptadas a diferentes situaciones en entornos próximos y similares, pero cumpliendo distintas funciones.

¿A quién corresponde?

Volviendo al asunto de la diversidad en las Artes Escénicas, creo que todo aquel que pretenda establecer contacto con un receptor debe ser algo que le alcance, que pueda plasmarse en una realidad emocional/intelectiva. Sin embargo, la oferta masiva actual es mero producto de consumo sin más objetivo que entretener haciendo caja: esa es la impostura de las Artes Escénicas, quiero decir, el producto que se hace pasar por aquello que no es, escudándose únicamente frente a la profesión o frente a la crítica social en la necesidad de obtener beneficios económicos.

Una forma simplista de aproximarse a la cuestión de la relación supervivencia artística/supervivencia económica, consiste en explicar cómo un artista subsiste a través de trabajos poco o nada artísticos dentro del formato teatral, mientras intenta participar o desarrollar otros proyectos. Teniendo en cuenta que la inmensa mayoría de la población desempeña puestos de trabajo no deseados, es sencillo empatizar con esta postura, en tanto que el entusiasmo por aquellos otros trabajos diferentes y deseados, va decayendo hasta extenuarse, salvo en pocos casos de profesionales que luchan por mantener a flote sus ideas y sus proyectos (y que pueden lograrlo).

Formatos como el denominado teatro político han sido respectivamente fruto del rechazo y abandono en aras de ser “moderno”, o “mejor profesional”. Lo  primero es sorprendente, ya que sería esperable querer ser contemporáneo y no moderno (esa edad ya pasó), pero como quiera que el equivocado concepto del teatro político se entiende (erróneamente) como suceso contemporáneo, hay que distanciarse aunque sea en un acto banal. El segundo precepto es más grave, porque supone que artistas de todas las épocas (por ser tópico, citemos a Shakespeare), no habrían sido buenos profesionales, puesto que en su momento podrían haber sido tachados de “panfletarios”, pero ¿quién pone los límites a semejante término? En general los pone la proximidad al poder entendido en sentido amplio. O tal vez deberíamos asumir el “panfletismo” como algo propio para dejar vacío de contenido a los etiquetadores, y decidir que, por ejemplo, Caryl Churchill, sería una panfletaria. O Beckett, o Brecht, ¿por qué no hacerlo extensivo? Siendo sincero, creo que los etiquetadores del mundo se aprovechan de la limitada comprensión por parte del público al respecto de tales autores, como tampoco son recalcados en los estudios literarios formales tant@s y tant@s autor@s. Y todo ello sin olvidar la gran cantidad de autor@s de nuestro país que, prohibid@s o denostad@s han pasado al silencio y la censura del olvido, como habría ocurrido con el propio García Lorca en otras circunstancias. Ya Manuel Aznar Soler escribe sobre el debate entre Max Aub y Erwin Piscator acerca del teatro político, solo que en otro entorno, en el que Aub entiende el teatro político de Piscator como teatro de las masas para las masas.

No obstante, el teatro político es algo que ha evolucionado parejo con el tiempo y con los formatos, a veces creciendo con ellos, otras quedando un tanto desfasado: en esto no difiere de otros formatos escénicos. Sin embargo, no deja de ser curiosas las objeciones de ciertos entornos culturales por tratar de apartar, eliminar o limitar el teatro político, mediante la etiqueta de algo innecesario y desfasado. En un artículo, José Sanchis Sinisterra decía tras explicar el motivo que le había movido a escribir El cerco de Lenigrado “Quizá el teatro político ya no interese a nadie. Pero acaso interese a algunos calentarse al rescoldo de una utopía inapagable, ahora que todo parece anegarse en las «heladas aguas del cálculo egoísta»”. Por otro lado, Sánchez Jiménez y Sánchez Salas en su artículo Estrategias de comunicación teatral en la obra de José Sanchís Sinisterra dicen: “en los textos de Sanchis se percibe con claridad un compromiso social y hasta político. Su defensa de la utopía, aunque esta lleve al fracaso, y el elogio del perdedor guían la elección de los temas, de los personajes y del lenguaje de sus espectáculos. La concepción del mundo que tiene el autor (weltanschauung) le empuja a la búsqueda de un teatro orientado por una ideología y una estética progresistas”, para luego sumergirse en el análisis de la estética del autor, que centran en Artaud, Ionesco, Kafka, Brecht, Beckett y Pinter. Aún habrá quienes se atrevan a señalar, por ejemplo, los textos de Laila Ripoll como contenidos desfasados, y sería sorprendente, porque no dejo de encontrar actualidad en tantos contenidos que he conocido. Es decir, hacedores de teatros englobados dentro de lo más “clásico”, o de formatos más “convencionales” o “tradicionales”, señalan al teatro político de desfasado en el tiempo: más sorprendente aún si pensamos en la motivación, el significado y el trasfondo de tantas obras del mundo clásico (y no tan clásico), que abordan lo político como justificación de su nacimiento, su continuidad, su propagación.

Nos señala Lehmann en el texto antes citado “En general, el teatro ha dejado de ser el lugar donde se disputan y tematizan conflictos de valores sociales fundamentales. Esta circunstancia general no cambia en nada aunque jóvenes autores ingleses como Mark Ravenhill (Shopping and Fucking), mediante la adhesión a la descripción realista de ambientes, escriban nuevas piezas políticas Jo Fabian realice danza-teatro de marcado carácter reivindicativo (Whisky & Flags) o algunos artistas se ocupen de la historia judeo-alemana más reciente en trabajos teatrales de una gran calidad, como Andrea Morein. En los mejores casos también aquí se superponen los temas políticos con minuciosas autoexploraciones anímicas”. Recordemos que el libro original se publicó el año 1999, lo que nos llevaría a una nueva y necesaria reexploración de la situación actual, que recomiendo a quienes quieran ubicarse mejor.

 

Cuando los teatros se hicieron raros

Hace un tiempo (en 2016), entrevistando a algunos integrantes de Cambaleo Teatro, Carlos Sarrió me hablaba con cierto cansancio de “los que hacemos teatro raro”. He querido tocar el tema del teatro político, porque fue durante años un caballo de batalla contra el progreso, no sólo el social, sino el artístico. O se vetaba, o se censuraba, o bien, cuando ya no quedaban más opciones, se etiquetaba para tachar de mal teatro,… o mala pintura o escultura (“¿tú pintas esos mamarrachos?”, decían antes de aprender el término de abstracto, o de cubismo, o de surrealismo, o del valor económico de un mercado que saquean hoy día), o de mala literatura (“qué cosas más tristes y enrevesadas hacen algunos”, decían, o “es que no saben escribir bien y no hay quién les entienda”, se podía escuchar incluso refiriéndose a las greguerías de don Ramón…), no creo que haga falta insistir en las ideas sobre la “música moderna”, o sobre la electrónica introducida en el entorno de la clásica, (qué decir del metal, del rap,… de quienes no llegaron ni al jazz).

La evolución de la creatividad artística es consecuencia de un conjunto de creador@s. Quiero decir, que no es lo mismo creación que creatividad y que, socialmente hablando hay que diferenciarlas claramente: la creación de alguien puede quedar en una enorme satisfacción para quien la pone en juego, puede resultar incluso en estado de autocontemplación, y puede ser la adaptación errónea del pico del pinzón de las Galápagos, que no llegó más que a señalar un mero resto y ni siquiera eso. Sin embargo, la creatividad ya nos lleva más allá, a la posición de un conjunto, de un colectivo, que ni siquiera tiene por qué conocerse o trabajar unido, ni es precisa la sinergia. Lo que ocurre es que, en la praxis, lo veremos una vez nacido de muchas manos y bocas, para ser capaces de apreciar que algo movió el crecimiento de esa evolución, estaremos ante el fenómeno de la especiación. La especiación no elimina, no aniquila, muchas veces sólo diversifica, pero sí es cierto que las sinergias hacen crecer y potenciar concreciones, unas veces por necesidad de protección colectiva, otras porque el conocimiento de otras ideas conduce a nuevos resultados.

Llegados aquí, no he dicho nada que no estuviera ahí para poder ser visto y, sin embargo, lo que se respira en nuestra sociedad siempre es rechazo por la novedad, estigmatización de lo diferente, anulación de lo opuesto, eliminación de la competencia. ¿De la competencia? ¿Dónde están los competidores?

En una entrevista hace unos años (en 2011) a Mélanie Pindado y a Natalia Ortega sobre la sala de Teatro Triángulo que entonces gestionaban, me decían “hemos aprendido a relacionarnos con nuestros compañeros, y lo que era competencia, ahora no lo es, porque el espectador es inteligente”. Y esto, que seguramente es mucha realidad entre las pequeñas salas y espacios creativos, no es tan cierto en otros ámbitos.

El teatro no se convierte en raro porque un día llegue Angelica Liddell y plante sus ideas en un escenario. El teatro no se convierte en raro porque Rodrigo García escriba como escribe y, además de leerse, pueda mostrarse al público. Lo raro es que tengan que marcharse de este país para poder triunfar en otros. Pero, más allá de arquetipos (que el ejemplo de amb@s ya está muy manido en los últimos tiempos en el medio escénico y en los de comunicación), el teatro no se convierte en raro porque Lorca escriba El público, no lo es aunque la mayor parte del público no sea capaz de asomarse a lo que se les muestra, o que algunas compañías no den la talla para tomar textos de ciert@s dramaturg@s y ponerlos en escena. Porque aquí habría que recordar a otra amiga y sufridora de algunas puestas en escena de sus dramaturgias (a la que no nombraré para no abusar de su confianza), pero eso nada tiene que ver con la calidad o el interés de los contenidos.

El teatro, las Artes Escénicas, las artes, no pueden ser “raras” en sí, salvo que queramos utilizar el término para distinguir, clasificar o denostar un trabajo concreto: pueden ser de interés o no ante quienes las conocen, las contemplan, disfrutan de ellas, las analizan. Y como tales, tampoco pueden ser buenas o malas en sí, aunque otra cosa es el hecho de su ejecución y el resultado de la misma, como también lo es la cuestión de la comprensión o de la empatía entre creador y público, en tanto que uno exhibe y otro percibe. Me guardo para otro momento mis expectativas sobre este último aspecto referente a ambos mundos.

Pero caernos del guindo diciendo que hoy (o hace 20 años) los teatros se tornaron “raros”, sería desconocer los momentos del teatro, de las Artes Escénicas, cerrar los ojos ante lo que se podía ver en festivales europeos, como por ejemplo el de Nancy en los años ’60 y ’70, donde compañías de todo el mundo mostraban sus novedades. Allí acudían compañías como el Grupo Tábano, con su Castañuela 70, o con su Retablillo de Don Cristóbal y otras piezas de hechura propia, pero también del resto de Europa y del continente americano. Así que, esa misma experimentación ocurría en nuestras ciudades, como hoy en día, y daban una viveza al teatro contemporáneo que, de otra manera, quizá hoy no saldría de ciertos grandes teatros y centros culturales de algunos municipios. Y eso, ya sabemos en qué se traduce.

Y si todo esto es raro ¿qué queda para la danza?

Esta danza no es danza

Tantas veces a lo largo de mi infancia y mi juventud he tenido que escuchar los etiquetados, que la inmunización estaba garantizada.

Hace medio siglo, hablar de estudiar danza tenía dos traducciones entre madres de niñas y jóvenes: “hace ballet”, o bien “hace gimnasia rítmica”. Lo segundo, que es más bien un chiste de mal gusto, ni lo trataré en este apartado. Pero observemos una cuestión: “madres de niñas y jóvenes” he escrito, porque queda claro que sólo existían esos casos: las grandes figuras del ballet masculino surgían de la nada, ninguno había estudiado ballet, porque, salvo que fueras extranjero, eras maricón. Ah, ¡ahí sí que podías ser raro!

Hecho este tristemente “cómico” inciso, el panorama de danza que encontramos hoy día es tan fantástico como desolador. Salvo un par de compañías de ballet clásico y alguna de flamenco, no hay manera de vivir de ello de forma estable. Imaginar que la danza contemporánea es lo raro, sería dinamitar lo que sustenta los cimientos de unas artes en las que sus profesionales no tienen apenas medios para subsistir.

La danza contemporánea comprendida como tal, es decir, con intención, responde a ideas y experiencias que nos retrotraen a los siglos XVIII y XIX, aunque no es un género que se haga realmente visible hasta el primer tercio del siglo XX. Otra desgracia más para acumular en nuestra España, porque aquello que supuso otro avance más en el período de la II República, sería brutalmente truncado con el dominio fascista, al menos hasta los años ’70, y más bien los ’80, una vez muerto el dictador. En estas circunstancias, estamos tratando de un arte de algo más de tres décadas, que en muchos casos ha tenido que formarse y traer de fuera, desarrollarse en otros países, sin apoyos o apenas sin ellos, sin ningún tipo de difusión y comprensión por parte de las instituciones. Podría ser hoy mismo cuando escuchásemos algún chiste o chascarrillo acerca de lo que es “eso de la danza contemporánea”.

Repasando el tiempo, tengo la enorme suerte de haber conocido un poco de cerca el trabajo de quienes han contribuido a desarrollar y potenciar en nuestro país eso tan raro de la danza contemporánea, y saber que siguen al pie del cañón sin ceder un trocito de terreno con su esfuerzo. Carmen Werner, Mónica Runde, Daniel Abreu, Chevi Muraday son apenas unos ejemplos, pero grandes ejemplos del panorama, pero también otras figuras más jóvenes como Luz Arcas, Cristina M. Gómez o Alberto Velasco.

Pero, no perdamos las referencias, porque dentro del género, también aparecen fenómenos diferentes, más raros si se quiere, como es el caso de la compañía El Curro DT, que mucha gente verá como lo raro dentro de la danza, es decir, lo raro dentro de lo raro, y que, sin embargo, lleva décadas con su trabajo, y por algo será, porque en la otra cara de la moneda, la desgracia quiere que una veterana como Teresa Nieto tenga que cerrar su compañía por falta de recursos.

Un mundo difícil el de la danza contemporánea, pero, si lo miramos desde otra perspectiva, la realidad de la danza es que, mientras las compañías clásicas no han podido mantenerse salvo un par de excepciones (que, además, reciben normalmente más ayudas públicas), hoy día, cuando se habla de danza, casi siempre estamos ante la contemporánea (a veces el flamenco, aunque esto dependerá del entorno en que busquemos).

 

La tragedia del teatro posdramático

Volviendo al punto de partida, Hans-Thies Lehmann señalaba el fenómeno de un teatro posdramático. Si esto es un problema para el mundo teatral más clásico, o para el contemporáneo más (digamos) “convencional”, debería ser de agradecer, porque esto viene a generar últimamente ciertos conflictos en la profesión en nuestro país y, ya sabemos que, sin conflicto no hay drama.

En el ensayo científico La tragedia de la Luna, de Isaac Asimov, el autor explicó cómo habría sido una historia muy diferente la nuestra si en lugar de capturar el planeta tierra al astro que nos rodea, hubiese sido Venus la que se apropiara de nuestra Luna, ya que varios siglos antes se hubiese podido demostrar fácilmente la heliocentricidad de nuestro sistema solar. Sin embargo, en nuestra realidad, la ciencia se retrasó mucho más. Ahora bien, afirmar “tengo para mí que Aristóteles hubiese sido perfectamente capaz de hacer el trabajo de Newton si hubiese inventado el cálculo y no se le hubiese anticipado ya algún otro pensador”, es muy arriesgado, teniendo en cuenta que en toda sociedad el cambio de paradigmas respecto de lo ya asumido es complejo. Pero no imposible, y eso es lo interesante del caso.

Así que ahora encontramos una paradoja: aquello que el teatro dramático parece ver como una amenaza a su futuro, acaba generando el propio argumento de una trama social y artística. Ahora bien, no creo que exista el conflicto como tal, ya que lo que llevamos leyendo, escuchando, participando a veces en charlas de café y cerveza en los últimos meses, no es más que el reflejo de una situación digna de vergüenza política: el teatro, el de texto (apelativo poco acertado desde mi punto de vista), el posdramático, el político, la danza, la performance, el circo, todo lo que queramos imaginar en un escenario o un espacio de Artes Escénicas, no se muere, lo han ido matando.

Esa es la tragedia que ahora muestra el postdrama. No hubo apoyos a las Artes Escénicas, sino limosnas y gravámenes, mientras la profesión lloraba por las dádivas y temía levantarse para perder lo poquito logrado en 40 años. Vinieron los buenos tiempos, y las pocas ayudas crecieron, vinieron los malos tiempos y las ayudas se convirtieron en exigencias fiscales. Presenciar un intento de revuelta de las Artes Escénicas es siempre una cierta satisfacción, a sabiendas de que sus protagonistas son siempre capaces de defender a muerte causas ajenas, pero nunca de organizarse en las propias. En 2011 se puso en marcha el germen para tratar de ordenar y organizar lo que quedaba de un ámbito que estaba siendo barrido por la crisis de las grandes empresas, y se ideó una plataforma bajo el nombre de “Comunidades Creativas Ahora” (#CCahora). Los trabajos avanzaron durante varias semanas (puedo asegurarlo porque participé en una de las comisiones), y hubo propuestas. Casi al final, en la tercera asamblea, tras exponer las conclusiones, aquello murió ¿por qué?, nunca se sabe, pero es una realidad sistemática: a la tercera se disuelven. Las propuestas transversales siguen vigentes, pero no hubo manera de que se tomaran responsabilidades colectivas ante las iniciativas desarrolladas.

Regresemos un momento al texto de Asimov. En su segundo capítulo, tras el efecto creado en el primero, se desdice en parte y nos cuenta que “para empezar, el hombre puede que ni siquiera existiese si la Tierra no hubiese tenido Luna. La tierra firme podría haber quedado deshabitada”. Y este es un dato importante, porque imaginar que el teatro posdramático podría haber llegado a nuestra sociedad, digamos “acultural”, sin un previo, probablemente sería poco creíble. Pero aquí podemos hacer el doble juego de Asimov, porque si tomamos como real la premisa en la que nos enseñaban que el teatro y la danza nacen antes que la escritura o, incluso, que el lenguaje oral, identificar el teatro de texto como el verdadero teatro, frente al posdramático como usurpador del terreno ganado, sería un error, cuando el error (desde mi punto de vista) es la confrontación.

Quiero utilizar las palabras de la dramaturga mexicana Fernanda del Monte sobre este asunto en el teatro: “Por muchos años, el teatro ha sido el lugar para vernos reflejados a través de la ficción, de la representación, del drama, un espacio para contar historias, para hablar de la sociedad, para “contarle” a la población sobre sus raíces (mitos griegos), sobre sus angustias (teatro dramático del siglo XIX), sus sueños (Strindberg, Beckett), sus pasiones, (Brecht), pero siempre a través del artificio, de la estructura de ficción, de universo extra-cotidiano, de convención teatral de identificación o distanciamiento (Brecht) para encontrar comunicar sobre nuestra condición de hombres y mujeres. Es así que la estética posdramática rompe con la idea de ficción, hace lo contrario de lo que debería hacer dentro del arte dramático, y sin despegarse de los discursos clásicos, o de los textos clásicos, (La tragedia griega y el teatro isabelino, sobre todo) crea un juego de realidades, donde el espectador ya no va a escuchar una historia sino asiste a lo que Lehmann denomina un evento. Un evento es una reunión de personas en torno a un acontecimiento, donde se crea un ambiente propicio para compartir, para salir de la rutina para asistir, en este caso, al teatro, a participar, ¿de qué? De una presentación. ¿De qué? De un recorte de la realidad, ¿qué realidad? La que el grupo de personas denominadas grupo teatral o compañía teatral o creador escénico quiera que nosotros veamos, olamos, percibamos, pensemos junto con ellos y ellas”.

Así pues, tendremos que buscar otras señas de identidad si queremos caminar por esa vía. Para ello, ya tenemos el texto de Lehmann y tantos otros artículos y estudios publicados en todo el mundo.

Crisis en la sociedad y sus estructuras

La cuestión, más bien, es que la exposición del debate sería errónea si se centrara en disgregar diferenciando entre terreno conquistado y nuevos ocupantes. Tratar evolutivamente a las Artes Escénicas como resultado de un avance social es generar una nueva crisis. Hace unos años, una joven profesional de la danza contemporánea me decía que ella nunca había hecho clásico. La evidencia de la imposibilidad caía por su propio peso, ya que los mismos estudios debían haberla conducido por todos los caminos para su aprendizaje. Lo que ocurre es que, una vez alcanzamos lo que imaginamos como la meta de nuestra evolución (artística, vital, humana, de relación…) creemos que lo anterior no fue válido y debe ser eliminado (olvidado, borrado), y que aquello que hagan otros, no coincidente con lo nuestro, será erróneo.

Y sería errónea por eso, pero también (más aún desde mi punto de vista), porque tratar como ajeno cualquier formato que difiera supone una involución en un contexto artístico, donde los “patrones” ya no constituyen un valor ni una medida.

Ese último argumento me parece un punto interesante a tratar hoy en día, porque en una sociedad como la actual, donde parecería anacrónico imaginar una involución en los puntos de mira, resulta que vivimos un período de retroceso, similar a aquello que preconizaban sobre el comienzo del milenio, y los inicios de siglo. La inercia de un recorrido social (y, derivado de él o relacionado con él, el artístico), ha tenido sus efectos durante los primeros años del 2000. La realidad señala a una sociedad que retrocede en sus puntos de vista y, como reflejo intrínseco, el arte sufre los cambios de referencia. Porque igual que el arte propone a la sociedad importantes cambios, es lógico imaginar que sus creador@s (por más que puedan ser rompedor@s con sus propuestas o con la visión del entorno) forman parte de esa misma sociedad.

Sin necesidad de llegar a ese análisis, otro hecho es que el ser humano es sólo relativamente adaptativo: si se piensa, es más bien acomodaticio, como individuo llegan fácilmente a asumir presiones, cambios poco cómodos, restricciones, modificaciones en las posibilidades de desarrollo y limitaciones en su techo máximo de crecimiento. Quiero decir que, verdaderamente, el cambio social es poco frecuente de una forma revolucionaria, mientras que la deriva que retorna a lo fácil, a la rutina, a la manera de hacer aprendida, viene a resultar lo más cotidianamente fácil.

El hecho de una crisis económica de por medio es un mero accidente, que tiende a influir en los retrocesos, pero que no es determinante en las voluntades.

El teatro frente al teatro

Pero dicho lo anterior, nos encontramos con la situación de un país en el que todo el mundo (como es lógico) quiere agarrarse a lo que puede, con la falsa creencia de que el “pan para hoy” nos ayudará, sin confiar en que el intercambio y el reparto colectivos son un pan con mucho más relleno, y que defienden del “hambre para mañana”.

Así que, los cambios bruscos suelen ser complicados, por más que a veces puedan tener una necesidad justificada, y creo que esto se vive estos meses en el entorno de la Cultura madrileña. Las reestructuraciones de la dirección de los principales teatros públicos de la capital (Teatro Español y resto de centros teatrales), ha derivado en tensiones creadas por la falta de comunicación clara y directa entre interlocutor@s municipales y l@s miles de creador@s de las Artes Escénicas, lo que creó un caldo de cultivo muy negativo a lo largo de un año y medio.

Si lo analizamos, cualquier efecto errático de ese período, sólo es la consecuencia de una deriva perniciosa de tantos años de improvisación política en el ámbito de la Cultura española, de reparto de limosnas y de lucha a favor de intereses partidistas personalistas, frente a la lucha soterrada por la supervivencia de tanta gente que ha estado ahí, pero que pocas veces pintaron algo. El reflejo de una sociedad barrida durante décadas en el plano cultural, enseñada a no pensar porque era peligroso, se transmitió y arrastró a cierta gente, que en su juego de intereses, hoy, nos hablan de “la industria cultural”, terrible y destructivo ingenio de palabras fruto de un capitalismo feroz ajeno a la propia cultura, en el que cualquiera puede caer fácilmente, pero que merece análisis aparte, en las nuestras y en otras latitudes.

El juego de intereses de ciertos sectores del poder no puede marcar y arrastrar a la escena de nuestro país, porque siempre luchó por lo colectivo y, ahora, debe aprender a luchar también por sí misma. Claro está, siempre que comprenda que todo avance y toda memoria del pasado le afectan de la misma forma que al resto de la sociedad de la que forma parte, o de la que muchas veces es sello distintivo (por más que la burguesía sea la principal beneficiaria de su arte, pero, también, de sus críticas).

Pero propongo un pequeño fragmento de Ana Vallés, de la compañía Matarile Teatro, para comprender el significado del teatro, que desde que lo escuché en El cuello de la jirafa me parece que logra incorporar esa manera de ser teatro que es diferente, pero que a la vez incluye al conjunto “[…] propongo que nos trastornemos y nos traslademos a las tres de la mañana o a la rama de una higuera, a un espacio-tiempo que estaría entre el tiempo subjetivo y el tiempo de la historia. Y la clave aquí es la palabra ENTRE: entre las imágenes, entre las personas, entre las escenas, entre la primera vez y la segunda ¡entre las cosas definidas! El teatro está también «entre» las cosas, entre formas expresivas, entre la expresión y la impresión. No es una escena y después otra, es lo que hay entre ellas, también, entre el hueco de los cuerpos y la distancia de las miradas. Según Artaud el teatro podría hacerse sin luz, sin música, sin vestuario, sin texto. Sólo el actor ante los espectadores. Y yo digo: sólo el actor entre los espectadores […]”. Si esto logra explicar la visión global, como para mí lo ha hecho, ya sólo con eso merecerá la pena el esfuerzo.

Y que hay puntos que deberían tenerse siempre presentes, como que la sociedad casi siempre es un lastre para la creación, pero que es en ella en la que se produce el hecho creador. Que el juego de los intereses intentará implicar y dividir a cualquier ente crítico como el que forman l@s creador@s escénic@s. Que se puede crear todo sin dinamitar lo que llega empujando, porque l@s creador@s no se entretienen en la destrucción de lo anterior, sino en la necesidad de desarrollar aspectos que nacen de su idea, y que, si revisamos la historia, la destrucción en el arte siempre proviene de intereses externos. Que es preciso aprender a crecer sin apoyos ni muletas, claro, pero también hay que exigir “lo que es del césar”, porque además de aportar un valor no cuantificado socialmente, la Cultura suma un aporte de ingresos a las arcas públicas que nunca tiene el adecuado retorno a sus protagonistas. Y eso, que es una manera de intervencionismo en el arte, lo es por tanto en el desarrollo del pensamiento, por tanto de la evolución ideológica y, por ende de la sociedad.

Que ante las desavenencias por este o aquel espacio, gestionados de una u otra forma, no hay posicionamiento posible en el apoyo de un teatro frente a otro, porque no tenemos al “teatro frente al teatro”, como no tenemos a una música frente a otra, o a unas artes plásticas frente a otras… Recientemente, un artista sugería la pregunta de si veíamos al público de un teatro yendo a pelearse o a insultar al público de otro teatro. La respuesta es negativa, obviamente, porque eso sólo es fútbol. Si una metáfora tan sencilla no se comprende, es que el producto que se estaba cocinando era otro. Porque si nos dedicamos a la acotación, a la prohibición, a la únicamente protección de intereses concretos, a marcar los territorios conquistados, volveremos a la dialéctica que marcan las etiquetas: dramático, posdramático, político, ecléctico,… un bosque con tantas etiquetas, cada una cargada de intención (y así las pongo), que diluyen la intención propia de quien genera el arte, frente a los intereses de un poder camuflado entre la arboleda.

Que los lenguajes del arte no necesitan traductores, porque (aunque este es otro amplio debate), la traducción del arte es la tamización de sus creador@s frente al objetivo de la creación. Que eso sólo supone un juego de intereses, así que tratar de formar en el contenido del arte es un hecho estéril en un sentido y lleno de intereses en otro, y que hay que tener cuidado con el significado de lo que expresamos cuando se habla de “formar al público” (otro gran debate). Pero, por señalar un lugar importante, cierro con una pregunta y con mi propia opinión: el público ¿quiere algo? El público quiere conocer lo que artistas y creador@s le puedan ofrecer, que luego, ya se encargará de seleccionar individual o colectivamente aquello que le propone algo de su interés, siempre que se le permita tener criterio. Mientras tanto, los medios con intereses, ya se ocuparán de tratar de torcer su voluntad.

Algunas referencias del texto

Hans-Thies Lehmann: Teatro posdramático. Cendeac (2017) –texto original: Postdramatisches Theater. Frankfurt am Main: Verlag der Autoren (1999)-.

Ana Vallés : Cerrado por aburrimiento, Staying alive, Teatro invisible, El cuello de la jirafa. Ediciones Invasoras (2017).

Asimov, Isaac: La tragedia de la luna. Alianza Editorial (1984)  ISBN 13: 978-84-206-9246-3   ISBN 10: 84-206-9246-8.

Carlos Sarrió: El mapa no es el territorio. Pliegos de Teatro y Danza, 36 (2011).

Fernanda del Monte: “El teatro posdramático y las nuevas escrituras teatrales como catalizadores de realidad y presencia”. Dentro del coloquio “Distopía / Impasse / Apocalipsis” organaizado por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (2013). http://www.academia.edu

José Sanchis Sinisterra: “¿Todavía Teatro Político?”. ADE: boletín de la Asociación de Directores de Escena. - [Madrid : ADE, 1989- ] = ISSN 1133-8792. - N. 41-42 (en. 1995), p. 116.

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Julio Castro Jiménez: Cambaleo Teatro: “apoyar a los artistas en lo que necesitan sería interesante”. La República Cultural. Es – Revista Cultural (2016). ISSN 2174 – 4092. http://www.larepublicacultural.es/article11247.html

Julio Castro Jiménez: Sala Triángulo: “hay un modelo de gestión cultural en Madrid que no funciona y que debería cambiar”. La República Cultural. Es – Revista Cultural (2011). ISSN 2174 – 4092. http://www.larepublicacultural.es/article4491.html

Manuel Aznar Soler: Piscator y una nueva valoración del teatro. Nueva Cultura, 3 (marzo de 1935).  - Max Aub y la vanguardia teatral: (escritos sobre teatro, 1928-1938).

Santiago Trancón (2006), Castañuela 70. Esto era España, señores, Prosopon Editores. ISBN 9788493430740.

Santiago U. Sánchez Jiménez, Francisco J. Sánchez Salas: “Estrategias de comunicación teatral en la obra de José Sanchis Sinisterra”. Pandora: revue d'etudes hispaniques, ISSN 1632-0514, Nº. 7, 2007, págs. 49-64.

Julio Castro, Madrid, abril 2017