Mexico en su fiesta Carlos Ernesto García

Ilustración de Manuel ClaveroIlustración de Manuel Clavero

Poncho, botas tejanas, pistola al cinto y sombrero, dijeron que era todo lo que necesitaba para salir a las calles de aquella pequeña población del interior de un México para mí desconocido. Luego nos dirigimos hasta la plaza central donde en unas horas comenzaría el jaripeo. Al revisar el revólver comprobé que su tambor estaba cargado.

Me acerqué hasta una barra al aire libre con el propósito de calmar la sed y… justo a mi costado tenía a un charro quien al verme, alzando su copa, me pidió que brindáramos. Su semblante alegre, su voz socarrona, su manera campechana, su mirada pícara, me resultaron familiares y, sí, era quien supuse. Se trataba de Antonio Aguilar, uno de los más queridos charros que, esa tarde sobre el escenario, acompañado por sus músicos cantaría los temas que un público entusiasta le solicitaba a gritos. Una multitud que celebraba el final de cada canción, más que con aplausos, con disparos lanzados al aire.

Después, dimos un largo paseo por las calles empedradas, metiéndonos en cualquiera de los portales abiertos al visitante donde, en el interior, las cocineras preparaban todo tipo de suculentos platos, café y pan. Llamó mi atención que rodeando los patios se habían dispuesto camas de esas bajitas de lona que suelen usar los militares en sus tiendas.

Al caer la noche, aisladas, comenzaron las riñas de borrachos mientras, en las esquinas y plazas, los bailes eran acompañados de guitarras, violines y trompetas. Al llegar el amanecer, las mujeres del pueblo recogían como cadáveres a los hombres que vencidos por el mezcal, el tequila o la cerveza, habían quedado tirados en aceras o cunetas. Hombres en su mayoría desconocidos, llegados aquel día de las poblaciones vecinas a los que las mujeres, ancianas y jóvenes, llevaban hasta las camas de los patios, atendiéndolos como a sus propios hijos o maridos. Me acerqué hasta una señora para pedir un café y sentándome en un banco me quedé observando aquel lugar que parecía un hospital de campaña al final de una batalla.

Autor © Carlos Ernesto García