D​on porfirio se sale de m​ateria Por Leonardo Rossiello

Leonardo RossielloHac in hora/ Sine mora/ Corde pulsum tangite;/

Quod per sortem/ Sternit fortem,/Mecum omnes plangite!

​("O Fortuna")

Hay momentos en que a uno le cae la ficha y se da cuenta de que pasa a ser una herramienta de algo y para algo. Al menos en ciertos acontecimientos. Me temo que fue lo que me pasó el último día del último congreso de la FIN, Federación Internacional de Narratología, que tuvo lugar en Mérida hace poco, dedicado a asediar la última novela de Cervantes.

De acuerdo con los deseos de los organizadores yo iría a presidir una mesa, así que me tocaba cerrar la sesión. Ya le había dado los últimos retoques a mi texto y había medido el tiempo de lectura. Podía estar tranquilo: diecinueve minutos y cuarenta y cuatro segundos. Era (no sé ahora si lo seguiré siendo) estricto con el cuidado del tiempo ajeno y me preocupaba que en la mesa, antes de mi turno, estaban dos coelegas que por diferentes razones exigían tacto y atención. O cuidado. Uno era mi antiguo y querido profesor, don Porfirio Arbolánchez, alias el Ardilla; la otra, nada menos que la chair del congreso, doña Mariela Roldán Escoffery. Le decíamos la Nombretera, porque le ponía nombretes a todo el mundo. Incluido yo, de seguro. Me imagino cuál me habrá puesto después del último FIN.

La famosa tendencia de don Porfirio a saltearse los recreos de las clases y a monopolizar el micrófono se le había agudizado desde que llegara a catedrático emérito, sin que por ello estuviera menos en los corredores de nuestro Departamento. Ahora soltaba palabras en la inspiración y en la exhalación. Escucharlo (y cada vez más a menudo, oírlo) no era por cierto un descanso para ningún oído colegial. Era muy probable que intentara invadir el tiempo de la Nombretera y yo era el encargado de impedírselo. No me quedaba otra opción que ser firme. Cuando agotara sus veinte minutos de exposición no podía vacilar. Tenía que interrumpirlo, si fuera necesario iniciando los aplausos. Junto con el agradecimiento de muchos, me ganaría una enérgica reprimenda de su parte.

Faltaban tres días para el comienzo del que habría de ser un inolvidable congreso cuando me llegó el correl de la presidente. Me avisaba que don Porfirio le había pedido, casi exigido, ser uno de los conferencistas: el de apertura o, aun mejor, el de clausura. Como yo podía darme cuenta, eso no era posible. No solo por razones de tiempo, planificación («Imagínese, los programas ya están en la imprenta») y sensatez, sino sobre todo por cortesía. Era desde todo punto de vista imposible sacar a don José Pedro Santibáñez, alias Floripondio, con su muy esperada conferencia de inauguración sobre «La trastienda del Persiles: Reforma y Contrarreforma en la obra póstuma de Cervantes». La opción de cancelar la conferencia final de la experta entre expertos, doña María de las Mercedes Sendadiano de Lucas Prado (alias el Patrullero, porque se la veía siempre de arriba para abajo), era todavía más impensable. Hacerlo, habría sido suicida, y su conferencia, «Onomástica motivada en el Persiles», ya se anunciaba imprescindible. Ante eso, y puesto que también era difícil cerrarle la puerta a la probada tenacidad de don Porfirio, me informaba la chair que ella había resuelto cederle su tiempo. Así, la mesa estaría formada por nosotros tres, pero solo don Porfirio y yo leeríamos nuestros aportes.

Era una solución aceptable. A don Porfirio, experto no solo en el Persiles sino también en encontrar problemas a las soluciones, habría de parecerle pésima, pero en todo caso no era ni mi problema, y menos mi solución. Solo le informaría, lo más a último momento que pudiera, que él iba a disponer de cuarenta minutos.

El título del paper de don Porfirio era: «El Príncipe de las Letras, don Miguel Cervantes de Saavedra, ante las puertas del Parnaso. Un estudio en espejo del humor narrativizado en el "Prólogo" de su novela, bizantina y póstuma, Los trabajos de Persiles y Sigismunda. Historia setentrional». Tal cual.

La selección del corpus no era mala. Ese prólogo lo pone a uno melancólico. Ahí, con serenidad ante la muerte, el autor del Quijote se despide, sobrio y con una sonrisa, de sus lectores. No me cabía ninguna duda de que sería muy interesante escuchar el autorizado aporte del Ardilla sobre las últimas palabras literarias que escribió el Manco apenas días antes de morir. Sin embargo, dado el despiste entre ardillesco y rinoceril del maestro, si no lograba centrarse en el tema y entregar conclusiones razonadas y relevantes, los cuarenta minutos podrían transformarse en otros cuarenta ladrones del tiempo ajeno. Era mejor no confiar en tan buen final. Mejor era apostar a leer el artículo cuando estuviera publicado.

Mi antiguo profesor había llegado al congreso extrañado de no haber recibido una respuesta de la chair a su demanda – exigencia. Cuando él la encaró, ya en el corredor donde se repartían las carpetas, el programa y los carteles con los nombres de los participantes, ella pretextó algo urgente y lo derivó hacia mí, como si el responsable de la decisión de que don Porfirio no sería conferencista plenario hubiera sido yo.

Con una mirada preocupada se me acercó para pedirme explicaciones ante la inconcebible falta de respuesta a su pedido de ser conferencista. «De inauguración o de clausura», me aclaró, con lo cual yo debía comprender que él, en realidad, era un ser generoso y flexible. Le di las explicaciones del caso, tratando, infructuosamente, de no recargar las tintas en la responsabilidad de doña Mariela Roldán Escoffery, a la vez que trataba de hacerle entender que mal podría yo, un simple presidente de mesa, haber resuelto quiénes serían los conferencistas y quiénes no. Menos éxito tuve con el premio consuelo de que, pese a todo, él dispondría de cuarenta minutos. Mis explicaciones y sus reacciones casi terminaron en escándalo. El primer día el Ardilla se sintió atribulado; el segundo, furioso, y el último, al menos en apariencia, resignado.

El congreso se abrió con la magnífica conferencia de Floripondio; luego fue el banquete de recepción, amenizado por una selección de la Orquesta Filarmónica de Mérida, con su coro. Como buenos mexicanos, terminaron con una alentadora versión del "O Fortuna", del Carmina Burana.

El día último del congreso fue también el de las últimas tres sesiones paralelas, entre las cuales estaba la mía. Así, llegaron día y hora señalados. La autoridad de don Porfirio, para satisfacción de la mesa, había llenado la sala.

El maestro utilizó los cinco primeros minutos para protestar porque se le había denegado el derecho de dar la conferencia plenaria de clausura y para ironizar sobre las consecuencias del paso del tiempo, lo que le permitió engarzar, no sin elegancia, con su ponencia, aunque, como me lo temía, no con su tema. Sus siguientes quince minutos los usó para asombrarnos hablando sobre aspectos biográficos del autor.

Por desgracia comenzó usando su segundo aire, el tiempo cedido por la Nombretera, con variaciones sobre el muy común lugar de que el Persiles constituía una paradoja: con ser la obra más preciada por el autor, la más anunciada por él y la que él más asoció con un pasaporte a la fama imperecedera, todavía era la menos conocida, asediada y valorada por la crítica.

La continuación versó sobre la lectura y los lectores de la obra. Era, sostenía, un succès d´estime, lo que inevitablemente derivaba en lectures d´estime. Esa idea me sonaba conocida; quizá la había sacado de algún autorizado prólogo, pero memoriosamente se había olvidado de señalar la fuente. Hasta entonces, pues, nada nuevo, y mi antiguo profesor, a la media hora de iniciada la ponencia, seguía como las ardillas, por las ramas. Luego, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo, fue derivando hacia el problema de la cronología interna y externa. Alarmado, no tuve otra que pasarle la tarjeta verde con el cartel, bien vistoso: «LE QUEDAN DIEZ MINUTOS». Su encendido verbo ignoró aquel aviso y prosiguió, internándose ahora en cuestiones de estructura narrativa. Vaya despilfarro, pensé, cuando, faltándole cinco minutos, le alcancé la tarjeta amarilla que ponía: "LE QUEDAN CINCO MINUTOS».

Don Porfirio pasó por alto aquel aviso de la misma imperturbable manera que el anterior y entró en consideraciones sobre el humor cervantino en general. De haberlo abordado después de la quejoncita introducción, habría sido un aceptable ingreso al tema, pero no cuando, faltándole tres minutos, le pasé la tarjeta anaranjada, que advertía: «LE QUEDAN TRES MINUTOS», e incluso se lo dije en voz baja. Pero don Porfirio no entró nunca en materia. Solo continuaba saliéndose de ella. Creo, ahora, que lo sabía.

Cuando le quedaba un minuto le pasé la tarjeta roja con el sobrio y perentorio «UN MINUTO». Esta vez se dignó a dirigirme una sonrisa melancólica antes de proseguir, como si nada.

La chair me murmuró algo al oído; no pude entender qué, pero me imaginé que era una advertencia de que no lo dejara excederse. Miré a aquel veterano entusiasta, le tuve piedad y pensé que aquel discurso, sobre todo poder decirlo, era de importancia suma para él, quizá una despedida académica, en tanto que mi propia ponencia se transformaría, más temprano que tarde, en artículo científico en una revista de alta clasificación internacional. ¿No debería sacrificar mis veinte minutos de lectura para que él pudiera disponer de una hora entera? Ya tendría tiempo, más oportunidades que él.

Fue en ese momento, quizá faltando algunos segundos para que se terminaran de escurrir los cuarenta minutos de don Porfirio, cuando sentí que algo bajaba de no sé dónde y me encarnaba. Aquel pensamiento generoso enseguida le abrió la puerta a otro, más instrumental: «No. ¿Por qué? Este, que ya gastó, fue sobretiempo. Él ya vivió lo suyo».

Me puse de pie. Con voz firme, casi en un grito pero esbozando una sonrisa, le dije: «Profesor, don Porfirio: lo siento. ¡Su tiempo se acabó»!

Mi antiguo y querido maestro me miró con una mirada de absoluto amor. Yo me disponía a inciar los aplausos, pero en ese instante don Porfirio terminaba de salirse de materia. Cerró los ojos, exhaló el aire que lo animaba y se desplomó, muerto.

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